Cuando la infancia se rinde al espejo: una historia sobre autoestima, redes sociales y la trampa de la perfección.
Por Ehab Soltan
HoyLunes – Estamos cenando en casa de unos amigos. Es una noche de verano y el salón tiene ese murmullo amable que solo aparece cuando nadie tiene prisa por volver a casa. Hablan de libros, del calor, del precio del aceite. Pero en un rincón del sofá, la hija de nuestra amiga sigue deslizándose por su móvil como si estuviera sola en otra dimensión. Tiene once años. Pasa de una cara perfecta a otra más perfecta. Cuerpos brillantes, pieles tersas, vidas coreografiadas. No parpadea. No sonríe. Solo observa.
«Lleva semanas así», me susurra la madre, casi como quien confiesa algo. «Ya no quiere ir a la piscina. Dice que no tiene el cuerpo para eso. Tiene once años, Ehab. Once».

El padre interviene desde la cocina, sin dejar de cortar sandía: «Yo le digo que está preciosa, que lo importante es lo que tiene dentro… pero ella ya no me escucha. Yo tampoco sabría qué decir.»
No hay discusión. Solo perplejidad.
En los últimos cinco años, la idea de belleza en España ha dejado de ser una referencia estética para convertirse en una urgencia emocional. No lo dicen solo los informes: lo dicen los silencios. Las niñas que ya no quieren sonreír con brackets. Las adolescentes que editan su rostro antes de saber quiénes son. Las adultas que se sienten culpables si no cumplen con el guion del autocuidado perpetuo.

No hablamos de vanidad. Hablamos de vergüenza. De esa punzada sorda que se instala cuando crees que no das la talla, cuando no encajas en lo que se espera de ti. Y lo más trágico es que ni siquiera sabes quién lo espera. Las redes no gritan: susurran. No ordenan: sugieren. Y lo hacen todo el tiempo.
Una amiga psicóloga me contó que muchas de las chicas que acuden a terapia no quieren cambiar su cuerpo: quieren cambiar la forma en la que son vistas. Me dijo que ya no se trata de verse bien, sino de ser vistas bien. Es una diferencia brutal. Porque significa que ya no se busca el espejo: se busca la cámara.
Le pregunto a una amiga periodista si cree que todo esto es nuevo. Me responde con otra historia: su madre, de joven, se tomaba un vaso de agua con vinagre para mantenerse delgada. Leía revistas que le enseñaban a adelgazar los tobillos. Le enseñaron que ser atractiva era su pasaporte para ser amada. «¿Sabes qué ha cambiado?», me dice. «Que ahora esa presión tiene forma de notificación. Que vibra en el bolsillo. Que no puedes apagarla.»
Entonces me pregunto: ¿cómo se escribe una historia sobre belleza sin volverla consejo? ¿Cómo se explica que las niñas quieran desaparecer sin caer en moralismos ni exageraciones?

Tal vez así: contando que, en un pequeño estudio realizado en un colegio valenciano este año, el 61 % de las niñas entre 10 y 13 años dijeron sentirse feas. Que un 74 % deseaba cambiar alguna parte de su cuerpo. Que muchas de ellas se inspiraban en cuentas de TikTok y YouTube para decidir cómo querían verse. No ser. Verse.
Y, sin embargo, no todo está perdido. En esa misma encuesta, cuando se les preguntó qué las hacía sentir más bonitas, la mayoría dijo lo mismo: «Cuando estoy con mis amigas y me hacen reír.»
No era un filtro. No era una rutina facial. Era una emoción.
Así que quizás la solución no pase por apagar las redes o prohibir los móviles. Quizás pase por volver a ese lugar donde las niñas se sienten suficientes sin que nadie las observe. Por recordarles que su cuerpo no es un proyecto que hay que corregir, sino una casa que hay que habitar. Por dejar de medir su valor en megapíxeles y volver a medirlo en carcajadas. En libros. En preguntas. En tiempo.
A veces la belleza no necesita ser defendida. Solo necesita dejar de doler.
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